martes, 16 de noviembre de 2010

Medicina mundi (III): Humo humano, de Nicholson Baker


Si yo fuera un compositor sin duda dejaría este libro para el final de mi composición. Iría anunciando su tema sin que el oyente pudiera imaginar que algo así estaba por venir hasta presentarlo después de haber creado un clima que hiciera necesario semejante finale. Pero el caso es que no soy un compositor y que me corre prisa poner por escrito lo que considero importante, de modo que procederé a la inversa: otros libros tendrán que venir después, quizá como refrendo de cuanto propone éste: obras como La Segunda Guerra Mundial: una historia de las víctimas, Dresde o Después del Reich. Mi demón me pide que dé paso de inmediato a la noticia, o al menos a una primera noticia de este libro; pues apenas dudo que alguna vez habré de recuperar cosas que aquí no pueda o no sepa decir.

“Los orígenes” y “el fin”. Al tratarse de dos temas diferentes –la guerra y la civilización- sólo cabe pensar que es un único jalón histórico el que marca ambos hechos. Es decir, que los orígenes de la Segunda Guerra Mundial coinciden con el fin de una civilización que, suponemos, es la occidental. En efecto, de eso se trata.

Cualquiera podría pensar que, dado el tema elegido, el autor se refiere a la barbarie nazi, que ciertamente está en el origen de la guerra y que conculcó de manera ejemplar los valores de los que podía sentirse orgullosa esa civilización de la que Alemania formaba parte, y en algún momento de manera excelsa; también podría pensarse que el humo humano hace referencia al que expulsaban las chimeneas de los crematorios de los campos de exterminio. Nada más lejos de la realidad, salvo, quizá, el hecho de que Baker haya pensado en esa melancólica imagen para titular un libro que va mucho más allá de los campos pues, como el final del título indica, no es solamente la humanidad de los judíos exterminados la que se habría disuelto en humo durante la Segunda Guerra Mundial.

Humo humano vio la luz en Estados Unidos entre polémicas, pues su postulado central es que no hubo inocentes en esa guerra, o más bien que los escasos inocentes que supieron preservar su integridad tuvieron que hacerlo entre los muros de las cárceles, sometidos, además, a un trato discriminatorio que los situaba por debajo de criminales convictos. Precisamente Baker hace en su libro lo que yo he renunciado a hacer en estas líneas: dejar para el final lo que se va adivinando según se lee:

Dedico este libro a la memoria de Clarence Pickett y otros pacifistas estadounidenses y británicos. Jamás han recibido realmente el reconocimiento que se merecen. Intentaron salvar a los refugiados judíos, alimentar a Europa, reconciliar a Estados Unidos y Japón e impedir que estallara la guerra. Fracasaron, pero tenían razón.

Los méritos que Nicholson Baker atribuye a esos pacifistas son concretamente la cara opuesta de las imputaciones que aporta su alegato contra “los buenos de la película”; vénase los siguiente ejemplos:

1) Ya durante la Primera Guerra Mundial los aliados, especialmente Gran Bretaña, establecieron un intenso bloqueo naval destinado a rendir por hambre a las denominadas “potencias centrales”, Alemania y el Imperio Austrohúngaro. Con ello hacían la guerra a la población civil, lo que ha sido sistemáticamente denostado por las sucesivas Convenciones de Ginebra. Y en cuanto comenzó la segunda, Churchill, probablemente la auténtica bestia negra del autor, se apresuró a reclamar esa misma medida, así como la producción intensiva de gases venenosos, que no se interrumpió hasta prácticamente el final.

2) Las democracias sólo abrieron sus puertas a un exiguo número de refugiados judíos –hasta el cine se ha hecho eco del Viaje de los malditos, el estéril peregrinaje del barco cargado de judíos europeos a lo largo de los puertos de la costa americana del Atlántico, desde Cuba hasta Miami.

3) Aunque Japón, al igual que Alemania, estuviera cometiendo crímenes sin cuento, en este caso en China –Baker no es en absoluto un negacionista, y no pretende ni por un segundo justificar a nazis ni a imperialistas japoneses, de quienes se ocupa cuanto es preciso en su obra- el autor presenta abundantes pruebas de los desesperados intentos realizados por los militares y políticos estadounidenses para provocar a Japón a que cometiera el error que les permitiera dejar claro definitivamente a quién debía pertenecer el Pacífico, asunto que al parecer les interesaba bastante más que meterse en el avispero europeo para sacar del fuego castañas ajenas.

Si todo esto parece desaforado sírvase el lector echar un vistazo al libro. Concebido como una especie de gigantesco periódico, está compuesto por breves fragmentos, que bien podrían llamarse “sueltos” en el sentido propio de la jerga periodística, rigurosamente documentados hasta el punto de ser, en algunos casos, transcripciones literales de crónicas parlamentarias, bandos, noticias de prensa y memorias y discursos de algunos de los protagonistas más cualificados, como por ejemplo Goebbels o el ya mentado Churchill. Su lectura produce pasmo, admiración, dolor, desánimo y un malestar profundo, pero que no llega a la depresión gracias a las ocasionales bocanadas de oxígeno que representan los testimonios de esos que, en el mejor de los casos, sólo pudieron hablar una o dos veces antes de ser silenciados, y gracias sobre todo a una consideración final: que, aunque en medio de la algarabía de los que se consideran buenos hasta el punto de no admitir que toda persona tiene su lado oscuro, todavía pueden publicarse libros como éste; y lo que es más importante, que aún hay personas capaces de escribirlos.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Medicina mundi (II). El hombre mojado no teme la lluvia, de Olga Rodríguez


Olga Rodríguez Francisco (León, 1975). Los escuetos datos que figuran en la solapa anterior del libro nos permiten saber que esta periodista tiene 35 años, tenía 30 o menos cuando realizó unos reportajes (premiados; para mí es lo de menos) en Gaza, y 27 o 28 cuando cubrió la invasión de Irak. Habrá quien piense que el ejercicio de dignidad que representa su libro es tan sólo fruto del idealismo de la juventud, pero para eso es preciso olvidar, voluntaria y dolosamente, que ha estado en los lugares que habitan los seres humanos cuyas voces resuenan en esta obra sencilla y abrumadora.
Por mi parte pienso que Olga Rodríguez podría haberse limitado a cobrar por su excelente y arriesgado trabajo (baste recordar a su compañero José Couso) y a recibir sus muy merecidos premios sin que nadie pudiera echarle en cara nada. Más aún: quizá la mayoría, incluida una parte de mí mismo, hubiera agradecido que se abstuviera de escribir este libro. Pero otros, y esa otra parte de mí mismo que contiende con la citada en primer lugar, agradecemos, y muy sentidamente, que se haya decidido a hacerlo.
El hombre mojado... es un libro duro, muy duro. Y en cierto sentido aburrido. Un testimonio tras otro de tragedias personales sucedidas -vividas- en un lugar del mundo de cuyo nombre no queremos acordarnos. ¿Era necesaria tanta reiteración?
Está claro que para Olga Rodríguez sí; porque para ella no hay reiteración alguna: cada caso es diferente, es la historia de un ser humano concreto, mujer o varón, anciano, adulto o joven, de una cultura o de otra, granos todos ellos triturados por una rueda de molino en la que, mejor o peor, nos encontramos, para nuestra dudosa fortuna, "los otros", nosotros. Y en algún caso esas otras voces de Oriente Medio, como la del ultraortodoxo judeoargentino Yehuda Glanz, emitidas desde el campo de los vencedores. ¡Qué suerte, para los que pensamos y sentimos de determinada manera, que sus palabras se encuentren encuadradas por las admirables de Rami y Nurit Elhanan, padres de una adolescente masacrada por terroristas suicidas palestinos, que desde ese momento dedican su vida al entendimiento entre ambas culturas y a la lucha por la paz, como lo hace Sergio Yahni, el otro custodio verbal del -para mí- delirante Glanz!
Israelíes, palestinos, libaneses, iraquíes, sirios egipcios y afganos son los protagonistas de las páginas escritas por esta periodista que ha querido ser más que eso -y no me refiero a "escritora" o "autora de libros"-. Luchadores algunos, con razón o sin ella -no nos compete juzgar, ni ella misma lo hace-, víctimas los más, se han encontrado con algo que sin duda no esperaban: una persona que ha prestado oído a sus voces, y no sólo eso: se ha obligado a hacerlas resonar al menos en este extremo del Mediterráneo, el mar de la historia cuya presencia eterna compartimos con algunos de ellos. Hablando, por cierto, de historia: Olga Rodríguez ha tenido el acierto de referir sumariamente las circunstancias históricas que, en cada uno de los casos, han determinado el destino de los protagonistas de su libro, y no es ése un mérito pequeño.
Pero el mayor, lo repetiré, es otro: el de haber dado voz a los que no la tienen, o mejor, el de habernos forzado a escuchar esas voces de oriente medio; el hacérnoslas sentir de manera machacona, como señalé al principio. "¿Para qué tanta reiteración? ¿Para qué tantas historias semejentes?" decimos, inconscientemente y en silencio, mientras leemos, sin darnos cuenta de que algo así debe pensar una persona cuando la torturan: "¡No más! ¡Basta! ¡Ya lo he entendido!".
Probablemente haya que sufrir para entender. Y por eso no le auguro un gran éxito editorial a semejante obra, pues casi nadie está dispuesto a pagar a su verdugo. Sólo lo hace aquél que, en su fuero interno, sabe que es justo disponer de uno "de guardia" para su uso personal.
No hay que negar el dolor. Suele ser un síntoma, un aviso. En El hombre mojado... percibimos, con reiteración, este tipo de síntoma. También la curación es a veces dolorosa, pero nunca tanto como la enfermedad. En este caso se trata de voces contra la sordera; y si el dolor que despiertan estas voces no se produce en los oídos habrá que preguntarse cual es, exactamente, la sede de la enfermedad de nuestro mundo.

Agradezco a mi amiga Maribel Porras haberme dado a conocer este libro, tan humano y necesario.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Medicina mundi (I)



Podría parecer que un blog sobre medicina y literatura debería ocuparse exclusivamente de obras de ficción en las que los temas médicos, en el sentido más restringido del término, desempeñen un papel destacado. Y en efecto eso es lo que mayoritariamente he hecho hasta ahora bajo esta rúbrica, en el blog (poco) y fuera de él (bastante más). No pienso renunciar a ello, pues me parece que tiene un valor incontestable, pero lo cierto es que ahora la realidad me solicita en una dirección diferente. Para ser exactos, viene haciéndolo desde algunos años atrás, pero hasta el momento me he contentado con desarrollar esa nueva perspectiva en las aulas. Hoy esto me parece insuficiente, dado que Internet permite abrir notablemente el campo. Tan grande es esta apertura que posiblemente lo que ahora me propongo quede en nada; a lo sumo en lo que representa la vieja metáfora de la botella conteniendo un mensaje que un náufrago arroja al océano.
Está bien que así sea. ¿Por qué pensar que lo que uno cuenta ha de importar a muchos? Pero, por otra parte, cuando ese “uno” obtiene su manutención, como es mi caso, del bolsillo de todos, ¿no debe al menos rendir cuentas en aquello a lo que se siente obligado? Si nadie las pide, allá cada cual. En todo caso la “declaración” quedará hecha y presentada, y se habrá corrido el riesgo de que alguien decida presentar una reclamación.
Con este espíritu inicio hoy este apartado, sin poder alejar de mí la duda de si seré capaz de redactar un Medicina mundi II, un III, etc., pues bien me conozco, además de ser consciente de que lo que me propongo exigirá mucho tiempo y muchas lecturas. Y para empezar: ¿qué es, exactamente, lo que me propongo?
Pues, dicho brevemente, dar a conocer aquellas obras de “no ficción” (ensayos o estudios históricos) que se ocupan de la “enfermedad del mundo”; pues nadie puede dudar de que el mundo del que formamos parte está enfermo. Así pues, mucho de lo que aquí se comente tendrá un cierto aire diagnóstico. De hecho la práctica totalidad debería tener esta orientación, pues no me siento capacitado para dar recetas y desconfío de quienes las proponen. Así, esta medicina mundi desagradará sin duda a quien reclame una terapéutica para los males que aquejan a nuestro mundo, a no ser que esté dispuesto a admitir que en el conocimiento de la patología se encuentre la clave de una eventual estrategia curativa.
¿Podría, por otra parte, extrañar a alguien que esta medicina esté abierta a la polémica, más aún, que la solicite de forma explícita? En las épocas de crisis hay, también, combates entre los sistemas médicos, y en la actual es un hecho de observación cotidiano que los nuevos iatromecánicos disputan con los igualmente nuevos iatroquímicos. Habrá que ver cómo me las arreglo en esta lid, yo que soy un aberrante Naturphilosoph. Sea como fuere, siempre he reivindicado mi condición de médico, no sólo basándome en los títulos académicos que poseo, sino también, y quizá sobre todo, por estar convencido de que mi quehacer se explica desde, por y para la medicina. En esta ocasión las cosas están aún más claras, pues, con la ayuda del equipo del que pretendo rodearme –los textos objeto de mi reflexión- voy a inclinarme sobre el cuerpo de un yacente que, esperémoslo, no habrá de permanecer en esta postura hasta el fin de los tiempos.
Y, por cierto, sin olvidar nunca algo esencial: que cada vez que tome el pulso a ese enfermo sabré que me lo estoy tomando a mí mismo, pues soy parte de él.