En tres horas lo aprendí todo sobre el diálogo
sumario de la medicina hospitalaria y de la enfermedad popular: “¿Le duele la
cabeza?... ¿Se siente cansado por las mañanas?... ¿Siente punzadas en el
corazón?... ¿Se fatiga al caminar?... ¿Ve usted moscas volantes?...”. El
paciente sólo debe responder sí o no (...) La mano firme del médico apartaba la
sábana; retumbaba una orden: "¡No se mueva! ¡Respire hondo! ¡No respire!
¡Vuélvase sobre el costado!".
...
ese estilo impersonal, propio de los doctores, tan particular como el de los
militares y el de los eclesiásticos, infestado por el énfasis, las metáforas
dudosas y los términos incongruentes, tales como oligofrenia, bradicardia,
asistolia, polidipsia, y otros mil parecidos, revoltijo hirsuto
de griego farfullado por bárbaros. Estilo que refleja, como su escritura
ilegible y desmoronada, la inmensa fatiga de los médicos, cuyo espíritu
sobrecargado, para aislar el hecho y describirlo, no tiene ya la fuerza de ir
hasta el extremo de los recursos del lenguaje.
Hay una razón: la fatiga.
Una fatiga que puede tener su asiento en el cuerpo, pero que en todos los casos
lo tiene en el espíritu, porque el médico práctico, el clínico –y ese es el
otro gran tema de la novela- se confronta cada día, de cerca o de lejos, con la
muerte o con sus heraldos. Y, aunque de manera inconsciente, sabe que cada
paciente es un espejo.
Pero eso no le legitima
para no hacer lo debido, también en el delicado campo de la comunicación. Y si
no es su conciencia quien se lo advierte, se lo hará saber la testaruda realidad. Se dice
–decimos- que el lenguaje debe ser científico y objetivo para mejor conocer la
realidad a la que nos enfrentamos. Pues bien, aunque de manera un tanto
caricaturesca, esto es lo que piensa Reverzy de la eficacia de un lenguaje así
momificado:
-¿Dónde le duele?
-Por todas partes.
-¿Cuándo le duele?
-Todo el tiempo.
-¿Desde cuándo?
-No me acuerdo.
Reverzy desconfía del saber adquirido mediante ese lenguaje voluntariamente esquilmado. A su juicio lo que realmente se consigue con él es eliminar la
angustia del médico; sí, pero con ella también se elimina la del paciente, que no entra, que parece
no deber entrar en la cuenta, y así quedar flotando en el aire triste y frío de
la plaza, rodeada por el hospital y las consultas privadas de los patrons,
lugares donde no es bien recibida, como un fantasma cuya existencia se niega con tozudez y sólo es percibido por
quien, además de médico, es artista. Esa es su misión, sin duda: mostrarnos el
fantasma –el alma en pena- una vez que hemos decidido quedarnos con el mero
cuerpo:
Comprendí
que esos seres numerados, inmóviles como el bloque de mineral detrás de la
vitrina del museo, como el reptil sumergido en formol, como la mariposa
atravesada sobre el cartón, se presentaban maravillosamente simplificados y
preparados para las investigaciones de los sabios, quienes se preocupaban tan
poco por la angustia de sus pacientes que incluso estos parecían, a su vez, no
experimentar opresión alguna (...); no intentaban comprender: su enfermedad
sería lo que quisieran los médicos.
Su enfermedad… ya no es
suya.
Es un médico que estuvo
trabajando casi hasta el último día de su vida quien lo dice…