viernes, 27 de julio de 2012

La novela de la comunicación médica: Place des Angoisses, de Jean Reverzy (I)

Es una lástima que esta novela no esté traducida al español, porque a mi entender podría ocupar un lugar destacado en la formación de muchos médicos. (Dejaré caer, como al desgaire, que si algún editor lee estas líneas y se siente interesado puede contar conmigo para la traducción). No en vano su tema fundamental, o al menos uno de los dos principales (el otro es la muerte), es la comunicación entre médico y paciente; más exactamente, la exploración de las posibilidades de una comunicación que pocas veces es completa, pero que puede y debe aspirar a ser suficiente.

 Su autor, dato importante, fue médico; un médico de barrio en Lyon en los años ulteriores a la Segunda Guerra Mundial; pero –otro dato no menos importante- cuando escribió esta novela, publicada en 1956, era, además, un enfermo. De los detalles me ocuparé en otro momento, si llega el caso. Ahora vamos a nuestro asunto.



 En primer lugar la denuncia; una denuncia que no es cruel ni mezquina, cuyo autor asume solidariamente su parte en aquello que critica: el voluntario reduccionismo del lenguaje médico que a menudo consigue lo contrario de lo que dice pretender: ser científico. Las primeras páginas de la novela remiten al aprendizaje de su autor y protagonista como interno en el hospital universitario de Lyon, sito, como las viviendas y las consultas privadas de los profesores, en la plaza a la que, significativamente, da el nombre de “Plaza de las Angustias”; precisamente de aquello que el lenguaje profesional que se le enseña parece querer evitar a cualquier precio:

En tres horas lo aprendí todo sobre el diálogo sumario de la medicina hospitalaria y de la enfermedad popular: “¿Le duele la cabeza?... ¿Se siente cansado por las mañanas?... ¿Siente punzadas en el corazón?... ¿Se fatiga al caminar?... ¿Ve usted moscas volantes?...”. El paciente sólo debe responder sí o no (...) La mano firme del médico apartaba la sábana; retumbaba una orden: "¡No se mueva! ¡Respire hondo! ¡No respire! ¡Vuélvase sobre el costado!". 

 Como ya he advertido, Reverzy no adopta una posición de superioridad crítica. Él es uno más, ha hecho lo mismo –aunque más adelante dejará de hacerlo- y es capaz de comprender que hay razones para

            ... ese estilo impersonal, propio de los doctores, tan particular como el de los militares y el de los eclesiásticos, infestado por el énfasis, las metáforas dudosas y los términos incongruentes, tales como oligofrenia, bradicardia, asistolia, polidipsia, y otros mil parecidos, revoltijo hirsuto de griego farfullado por bárbaros. Estilo que refleja, como su escritura ilegible y desmoronada, la inmensa fatiga de los médicos, cuyo espíritu sobrecargado, para aislar el hecho y describirlo, no tiene ya la fuerza de ir hasta el extremo de los recursos del lenguaje.
Hay una razón: la fatiga. Una fatiga que puede tener su asiento en el cuerpo, pero que en todos los casos lo tiene en el espíritu, porque el médico práctico, el clínico –y ese es el otro gran tema de la novela- se confronta cada día, de cerca o de lejos, con la muerte o con sus heraldos. Y, aunque de manera inconsciente, sabe que cada paciente es un espejo.

Pero eso no le legitima para no hacer lo debido, también en el delicado campo de la comunicación. Y si no es su conciencia quien se lo advierte, se lo hará saber la testaruda realidad. Se dice –decimos- que el lenguaje debe ser científico y objetivo para mejor conocer la realidad a la que nos enfrentamos. Pues bien, aunque de manera un tanto caricaturesca, esto es lo que piensa Reverzy de la eficacia de un lenguaje así momificado:
-¿Dónde le duele?
-Por todas partes.
-¿Cuándo le duele?
-Todo el tiempo.
-¿Desde cuándo?
-No me acuerdo.
Reverzy desconfía del saber adquirido mediante ese lenguaje voluntariamente esquilmado. A su juicio lo que realmente se consigue con él es eliminar la angustia del médico; sí, pero con ella también se elimina la del paciente, que no entra, que parece no deber entrar en la cuenta, y así quedar flotando en el aire triste y frío de la plaza, rodeada por el hospital y las consultas privadas de los patrons, lugares donde no es bien recibida, como un fantasma cuya existencia se niega con tozudez y sólo es percibido por quien, además de médico, es artista. Esa es su misión, sin duda: mostrarnos el fantasma –el alma en pena- una vez que hemos decidido quedarnos con el mero cuerpo:

            Comprendí que esos seres numerados, inmóviles como el bloque de mineral detrás de la vitrina del museo, como el reptil sumergido en formol, como la mariposa atravesada sobre el cartón, se presentaban maravillosamente simplificados y preparados para las investigaciones de los sabios, quienes se preocupaban tan poco por la angustia de sus pacientes que incluso estos parecían, a su vez, no experimentar opresión alguna (...); no intentaban comprender: su enfermedad sería lo que quisieran los médicos.
Su enfermedad… ya no es suya.

Es un médico que estuvo trabajando casi hasta el último día de su vida quien lo dice…




jueves, 26 de julio de 2012

Medicina y literatura. Un mapa del territorio


En el año 2009 la editorial de la Universidad Complutense publicó en formato electrónico (PDF) un libro, Alquimia del dolor. Estudios sobre medicina y literatura, de cuya aparición di cuenta en este blog. Desde entonces algunas personas me han sugerido que ofrezca una especie de versión resumida de su contenido a través de este medio, tomando como modelo lo que hice con La historia de San Michele. Así, arguyen, quien tenga interés en la materia pero se amedrente ante la extensión del libro podrá al menos conocer las obras literarias que tienen algo, y a mi parecer algo valioso, que ofrecer al médico, al estudiante de medicina y a cualquier lector que se sienta atraído por este peculiar dominio de la creación artística. Intentaré satisfacer este legítimo deseo.


En la perspectiva anunciada la serie de artículos (¿posts?) que deberían seguir a éste habrá de cumplir sobre todo una función informativa. Esa es la razón de que haya elegido como título para este pórtico “Un mapa del territorio”; mapa que necesariamente evocará aquellos del África decimonónica que algunos, supongo que muchos, conocimos tan sólo “de leídas” a través de las novelas de Verne, con sus espacios en blanco, como incitaciones lanzadas a los exploradores cuyas aventuras estimularon la fantasía de tantos. Sería ingenuo, o peor, arrogante, pretender configurar un plano de este vastísimo territorio con pretensiones de exhaustividad; y no menos arrogante sería presentarse como un “experto”. Esto es lo que escribí en la introducción a aquel libro:

No existen, a mi modo de ver, maestros de la lectura, ni mucho menos "expertos", en el limitado sentido que hoy en día se da a este término. Hay, todo lo más, individuos "experimentados" que, si se aventuran a servir de guía a alguien, es porque antes han recorrido ese camino, aunque no ignoran que entonces estaba seco, y hoy tal vez llueva, ni que las habilidades e intereses del viajero pueden ser muy diferentes que las propias. En este sentido, mi situación actual es y debe ser la de aquél que dice a sus amigos: "voy a llevaros a un lugar que me gustó muchísimo", pero que no se plantea en modo alguno añadir, una vez llegados al destino: "esto hay que verlo así, y en aquello no es menester que detengáis vuestra atención". El arte, como muy bien supieron mis queridos pensadores y creadores del Romanticismo alemán, es un ámbito de libertad, y esa libertad es uno de los mayores valores de la formación que, a través del arte, puede obtenerse, así como el requisito indispensable para acceder a ella.
Por otra parte, ¿quién, en su sano juicio, necesitaría presuntos maestros cuando lo que se le ofrece es la interlocución con quienes lo son o lo han sido, a veces en el sentido más excelso de la palabra?

Cuanto escribí y escribiré en torno a esas obras literarias que, en medida muy importante, han hecho de mí lo que soy, habrá surgido y seguirá surgiendo de la gratitud y del amor mucho más que de la inteligencia o del talento, y estará al servicio de eso que no puede enseñarse y que tan necesario es para quienes pretenden, profesionalmente o no, auxiliar a otros en sus momentos de mayor necesidad.

Un mapa del territorio... pero nada de brújula. Por si no ha quedado claro, en este viaje no hay "metodología" que valga. Se explora corriendo el riesgo de perderse, si es que no se explora precisamente para perderse.  Sólo se descubre algo cuando no se sabe adónde se va.

A las personas que desean trabajar conmigo sobre textos literarios -estudiantes, autores de tesis doctorales- suelo darle una sola pauta: "Tú no eres nadie; yo no soy nadie; y el autor, si merece la pena, tampoco. Quien manda, quien sabe, es la obra".


lunes, 24 de octubre de 2011

La larga espera del ángel





No soy Harold Bloom ni es preciso que nadie me niegue la capacidad para definir “el canon occidental”; ya lo hago yo solito. Sin embargo, dado que creo estar entre amigos y con un ánimo jovial propio de un salmón en temporada de desove –o sea, saltando contra corriente y desnivel-, voy a permitirme sostener que La larga espera del ángel, de Melania Mazzucco, forma parte de la historia universal de la literatura.

Su autora no se había quedado lejos de este objetivo con Un día perfecto, aunque siempre podría aducirse en contra de mi pretensión que se trataba de una narración demasiado “local” y subsidiaria de un momento concreto, no por ello menos digno de ser analizado hoy y en el futuro. Pero en la novela sobre Tintoretto –la que ahora reseño- cualquier frontera queda abolida: lo que en ella se cuenta está más allá de cualesquiera coordenadas, al menos en lo que se refiere a la cultura occidental; no estoy en condiciones de extender mi valoración a las otras. En mi opinión, y con la restricción señalada, La larga espera del ángel tiene un valor universal. Y si no lo alcanza habría que decir: “peor para nosotros y para quienes nos sigan”.

Quien haya tenido la curiosidad de leer alguna de las pocas reseñas que he incluido en este blog habrá comprendido que, para bien o para mal, sólo puedo apreciar una obra literaria cuando aúna sensibilidad e inteligencia. Y esta novela emociona hasta las lágrimas por la pasmosa combinación de ambas virtudes.

Pero entiendo que no debo limitarme a valoraciones y descripciones más o menos abstractas, sino informar a quien pueda estar interesado acerca de qué es lo que va a encontrar en ella. Helo aquí: la rememoración valorativa –ficción, sin duda, pero, ¡tan creíble!- de la vida del pintor veneciano Jacopo Robusti, Tintoretto, hecha por él mismo a lo largo de los “días de fiebre” que acabarán con su vida.

Creíble he dicho, y no tanto por la coherencia, difícil, si no imposible de establecer, entre el pensamiento del auténtico Tintoretto y el moribundo de la novela, sino por la tremenda sensación de veracidad y, lo que es más importante, de veracidad no intuida, no descubierta por el lector en su propia vida, que se desprende de lo narrado, de esas reflexiones hechas por una mujer italiana del siglo veintiuno a través de las palabras y de la sensibilidad -¡sí; ahí está el milagro!- de un varón del siglo dieciséis (me tengo por un varón cabal y a veces he tenido que recordarme, como pellizcándome la piel del alma, que quien me decía esas cosas tan de varón era una mujer).

¡Y luego, lo que dice, lo que SABE….! ¿De dónde, me pregunto, de qué ignorados Campi Flegrei ha salido esta sibila? ¿Cuán a menudo conversa en silencio con Hades? Habla de la mujer en/con/para el varón con un saber que trasciende las edades, pues reconoce en ella ese poder omnímodo que, a falta de otra palabra, nombramos “alma” y la vincula –no puede ser más evidente: véase el marco del relato- a la muerte, pero de ese modo tan propio del alma: haciendo que sólo en ese instante irrevocable la vida se convierta, real y definitivamente, en vida. Irrefutable.

Sé que voy a regresar a esa novela como regreso, desde los dieciséis años, a La montaña mágica, y desde más tarde a algunas –pocas- más. Voy a regresar con hambre y con nostalgia, no a curar, sino a estudiar bajo la luz que por las noches se enciende en esa morada las heridas que me inflija la vida; las que yo permita a la vida infligirme y también aquellas que yo mismo me provoque en nombre de una necesidad nunca comprendida del todo. Y a preguntarme por las que yo mismo causo a otros indeliberadamente. A sentarme silencioso frente a mi alma, frente a mi muerte.

Me faltan palabras, las que nunca faltan a la autora; de modo que prefiero callar, no sin cerrar mi reflexión con una frase que intente hacer comprensible lo que pertenece al corazón tanto como al cerebro, y que hace más justicia al libro que la que escribí al comenzar: La larga espera del ángel forma parte de mi Sagrada Escritura.

martes, 21 de diciembre de 2010

Estado de miedo, de Michael Crichton. ¿Una profecía?


Hace ya bastantes años que me tomo muy en serio al autor de best sellers Michael Crichton; exactamente desde que leí su novela Parque jurásico, alguno de cuyos fragmentos menos comerciales he leído alguna vez en mis clases, e incluso citado en un congreso. Como tantas veces digo, puede que algún día me ocupe de ella en este blog.
Hoy me interesa hablar de una más reciente, exactamente de 2004: Estado de miedo. Una novela sobre el cambio climático que me sorprendió pues, al contrario de lo que esperaba, la actitud de su autor respecto a esta cuestión era punto menos que negacionista. No me costó trabajo encontrar en Internet críticas furibundas de lectores decepcionados acusando al escritor de estar al servicio de las multinacionales contaminantes, sospecha que a mí mismo se me había pasado por la cabeza. O se trataba de eso, o se había hecho asesorar por el primo de D. Mariano Rajoy, físico de profesión como sabemos precisamente por una sonada declaración del jefe de la oposición sobre este tema.
Me llamó la atención, empero, que Crichton citara una amplia bibliografía de aspecto respetable; pero como avezado lector suyo debía pensar que podía tratarse de un truco literario, como el menos descarado que emplea en una novelita absolutamente fallida, Devoradores de cadáveres, que sin embargo, y a diferencia de lo que ocurrió con Parque jurásico, dio pié a una película de aventuras bastante mejor que el original: El guerrero número 13, protagonizada por "nuestro" Antonio Banderas.
Pues bien: un par de ensayos al azar me confirmaron que la bibliografía era auténtica. Reconozco que no llevé muy lejos la búsqueda y que por otra parte no he hecho de ello cuestión de honor. Pero eso me hizo mirar la novela con otros ojos, por más que otras lecturas, y conversaciones con quienes entienden -tengo un amigo, que no primo, especialista en Paleoclimatología y sumamente ponderado- me mueven a alinearme en el bando de los que prefieren tomarse muy en serio la hipótesis del cambio climático de origen humano.
Dicho esto es preciso reconocer a la novela un mérito que muchos le han negado: Crichton se habría metido en un avispero sin tener necesidad de ello, pues me cuesta creer que necesite un complemento a sus ingresos, que imagino astronómicos, introduciendo en la polémica la sombra de una duda; precisamente lo que más valoré en mi lectura y que ahora, retrospectivamente, valoro aún más: la sospecha que justifica el título de su libro.
Cerca ya del final el protagonista pide su opinión a un científico bastante incrédulo, que justifica su escepticismo del modo siguiente: "La caída del Muro de Berlín marca el hundimiento del imperio soviético, así como el final de la Guerra Fría (...) Durante cincuenta años las naciones occidentales mantuvieron a sus ciudadanos en un estado de miedo perpetuo. Miedo a la guerra nuclear. La amenaza comunista. El telón de acero. El imperio del mal. Y en el ámbito de los países comunistas, lo mismo pero a la inversa: miedo a nosotros. Y de pronto, en 1989, todo eso se acabó (...) Quiero ir a parar a la idea de control social. A la necesidad de todo Estado soberano de ejercer control sobre el comportamiento de sus ciudadanos, de mantenerlos dentro de un orden y fomentar en ellos una actitud razonablemente sumisa: de obligarlos a conducir por el lado derecho de la carretera, o por el izquierdo, según sea el caso (...) Y naturalmente sabemos que el control social se administra mejor mediante el miedo (...) Las naciones occidentales son de una seguridad fabulosa. Sin embargo la gente no tiene esa sensación debido a [lo que yo llamo] complejo político-jurídico-mediático (...) Los políticos necesitan los temores para controlar a la población. Los abogados necesitan los peligros para litigar y ganar dinero. Los medios necesitan historias de miedo para capturar al público". Por cierto, este énfasis en la creación de miedo ha sido también señalado por Michael Moore en su documental Bowling for Columbine
Para sorpresa de su interlocutor, y de muchos lectores, el científico sostiene que el cambio climático -la amenaza de muerte de la atmósfera y, con ella, de la vida en el planeta-, es el gran espantajo alzado por el poder, por los poderes, para seguir manteniendo el control. "Largo me lo fiáis", responderíamos ante la amenza los españoles, adiestrados desde antiguo en el carpe diem; y sin duda otros muchos, a juzgar por sus reticencias a comprometerse con el Protocolo de Kioto. De manera que ese espantajo espanta poco.
Pero me temo que la tesis no queda por ello invalidada; pues más recientemente ha aparecido otro espantajo mucho más atemorizador, y eso que se le ven los entresijos, y con ellos la mano del complejo que yo llamaría más bien político-financiero-mediático (por cierto, requiem por CNN+) que lo ha urdido. De modo que cabe preguntarse si la novela de Crichton es, más que una denuncia sospechosa de reaccionarismo, una profecía de signo contrario.
Para eventuales lectores: el final del relato es, a mi juicio, una auténtica payasada, pero lo fundamental queda dicho y merece el rato que se emplea en leerlo.

martes, 14 de diciembre de 2010

La historia de San Michele. Imágenes

Se me ha ocurrido que como complemento a la entrada precedente podía publicar algunas fotos de Capri, especialmente de la Villa San Michele. Aquí van, pues.



Entrada a la Villa





Detalle de la entrada





Dormitorio de Axel Munthe





Nápoles, el Vesubio y la esfinge ptolemaica en la galería de la Villa san Michele





La esfinge etrusca en la galería





El suelo de mosaico romano: "robba di Timberio (cosas de Tiberio)", como decían los lugareños al sorprendido joven sueco en su primera visita a la isla





La fortaleza de "Timberio", en el otro extremo de la isla de Capri